Por
Manuel Martínez Cuesta.
Licenciado en Psicología y en Antropología, Master en
Bioética,
Directivo de la Asociación Viktor E. Frankl.
Cuenta
la historia que al alcanzar la costa de Fenicia, el ejército de Alejandro Magno
se encontró con una superioridad numérica aterradora. Las dudas, los temores,
poco a poco fueron ganando terreno en los indómitos corazones de sus soldados.
El terrible e invicto ejército de Alejandro sufrió la peor de las derrotas, la
derrota de su espíritu y sabedores de ante mano de su funesta pérdida, no
pudieron por menos que considerar la rápida retirada para, al menos, salvar lo
poco que quedaba de ellos, aunque solo fuera su vida.
Cuál
fue la sorpresa de estos derrotados soldados, cuando al buscar con sus
anhelantes miradas la seguridad de las naves, descubrieron que ardían
irremediablemente, mientras se hundían y eran reclamadas por las profundidades
del Mediterráneo.
Alejandro
Magno, al ser consciente de la tragedia que se forjaba, mandó destruir la única
vía de escape. Tras dar esta orden, se dirigió a sus huestes, ahora solo tenían
una opción: vencer, enfrentarse al enemigo. Solo había una forma de volver a
casa, en los barcos de sus enemigos ya vencidos.
“Quemar
las naves” ha llegado a nuestros días como una expresión dentro de nuestro
acervo popular. Con ella, describimos la actitud que en ocasiones tomamos o
toman otras personas de comprometerse más allá de toda duda, más allá de
cualquier posibilidad de vuelta atrás.
Sin
embargo, parece que hoy en día, la posibilidad de comprometerse, de perseverar,
aún más, de apostar por una idea, un sueño, un valor, una decisión, va quedando
desvaída en medio de una sociedad que rehúye la reflexión y busca ante todo, lo
inmediato, sin complicaciones, si me permitís el barbarismo, una sociedad de
“plug and play”.
Y
es que lo inmediato es el mejor remedio para no escuchar nuestra conciencia,
esa conciencia que, si la escuchásemos, si le diéramos voz y voto, digamos que…
nos “complicaría” la existencia.
Desde
la conciencia, la persona se encontraría frente a las constantes apelaciones a
su responsabilidad, que no es otra cosa que la manifestación de que cada uno de
sus actos, por insignificante que parezca, nace de una radical y última
libertad, una libertad que puede estar condicionada, limitada, pero en último
término siempre conserva la posibilidad de elegir.
Pero
claro, si la vida me interpela a que responda, significa, como ya he dicho, que
puedo elegir y elegir… y ¡ay, amigo mío!... elegir supone que existe la
posibilidad de que yerre. Y equivocarme significaría enfrentarme a mis
limitaciones, enfrentarme a mi finitud, y eso, con la cantidad de cosas que
tengo que hacer y conseguir, solo sería un estorbo a mi autorrealización, sería
mucho mejor centrarme en lo que puedo tener, que es mucho más cómodo y
accesible pues como rezan los nuevos valores: “si no te gusta, te devolvemos el
dinero”.
Sin
duda, si nos paramos a pensar un poco, aunque no lo hagamos de forma
consciente, seguramente hemos caído más de una vez en esta espiral de
superficialidad, pero ésta no es la única manera en que podemos vivir, ni
tampoco es la única manera en que se puede entender la vida.
Donde
otros ven trágico destino, nosotros podemos encontrar un océano de posibilidades;
donde otros ensordecen su conciencia con acumulación de cosas y aplazamiento de
decisiones, nosotros podemos enriquecer nuestra existencia revalorizando cada
pequeño acto o circunstancia. Y aquí es donde expongo mi propuesta: ¡quema tus
naves al vivir! ¡quema tus naves en cada decisión de tu vida!
Frankl cuando intuye que no existe situación que carezca totalmente de sentido, está
revisando una realidad que para otros se ha convertido en una carga, en una
condena, un sinsentido. La Logoterapia va más allá de describir la existencia
de un gran sentido en la vida, es capaz de captar como cada uno de los pequeños
fragmentos de los que se constituye nuestra vida también poseen esa
potencialidad. Para empezar no existe “el” sentido, sino “nuestro” sentido que además,
no podemos reducir simplemente a una realidad única y aglutinante. “El sentido
correspondiente es un sentido ad personam et ad situationem”*. El sentido no se
puede dar (o comprar, añadiría yo), sino que debe ser descubierto. Descubierto
por cada uno (ad personam) en cada momento y situación (ad situationem).
Para
ello, necesitamos vivir cada momento y cada situación. Si por el contrario, de
la misma manera que los soldados del ejército de Alejandro Magno, frente a las
presiones del entorno, de nuestros propios miedos, de las exigencias de una
cultura de escaparate, nos deslizamos sobre la existencia, asustados, para no
ser heridos o decepcionados, estamos siendo derrotados de antemano, como lo
estaban siendo los soldados en su corazón.
Pero,
¿y si nos atreviésemos a hacerlo de otra manera? ¿Y si reconociésemos la
riqueza de cada momento de nuestra vida, su irrepetibilidad, la gran
oportunidad existencial que supone? Una oportunidad en la que yo, y solamente
yo, en todo el universo, tengo la capacidad de dar una respuesta genuina.
¿Y
si acepto esta tarea existencial, pues me he atrevido a quemar mis naves y, por
tanto, solo me queda responder a la vida, sin las ataduras de falsas
seguridades, ya sean emocionales o personales? ¿Y si, liberado de esas naves
que me tientan a abandonar, convierto mi vida, mi cotidianidad, en algo más
grande al comprometerme “realmente” con lo que pienso, siento y vivo?
Es
cierto que vivir así no es fácil. El riesgo existe, eso no os lo voy a negar, y
las decisiones tomadas también acarrearán en ocasiones dolor y pérdidas.
Por
cierto,… finalmente los soldados de Alejandro Magno, aunque doloridos y
heridos, consiguieron regresar a sus hogares… en los barcos de sus enemigos.
(*)
Viktor E. Frankl. "Logoterapia y análisis existencial", Ed. Herder,
Barcelona, 2011, pág. 130)