Cuenta
Anthony Robbins cómo en la escuela tuvo un profesor de oratoria que, un buen
día, le dijo que quería verle después de la clase. El chico se preguntaba si
habría hecho algo malo.
Sin
embargo, cuando hablaron, el profesor le dijo: “Señor Robbins, creo que usted
tiene condiciones para ser un buen
orador, y quiero invitarle a un certamen de oratoria con otras escuelas”.
Robbins
no pensaba que poseyera ninguna capacidad especial como conferenciante, pero su
profesor lo decía con tal seguridad que no dudó en creerle y aceptó. Aquella
sencilla intervención de aquel profesor cambió la vida de ese chico, que en
pocos años llegó a ser uno de lo más valorados
talentos de la comunicación, con un gran prestigio internacional. Aquel
profesor hizo una cosa pequeña, pero logró cambiar la percepción que ese chico
tenía de sí mismo.
La
imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo que los
demás piensan sobre nosotros. O, mejor dicho, la imagen que cada uno tiene de sí mismo es en gran parte reflejo de lo
que creemos que los demás piensan sobre nosotros.
No
puede olvidarse que esa imagen es una componente real de la propia
personalidad, que regula en buena parte el acceso a la propia energía interior,
o incluso crea esa energía. Es un fenómeno que puede observarse con claridad,
por ejemplo, en los deportes. Los entrenadores saben bien que en determinadas
situaciones anímicas, sus atletas rinden menos. Cuando una persona sufre un
fracaso, o se encuentra ante un ambiente hostil, es fácil que se encuentre
desanimado, desvitalizado, falto de energía. En cambio, cuando un equipo juega
ante su afición, y ésta le anima con calor, los jugadores se crecen de una
forma sorprendente. También lo experimental los corredores de fondo, o los
ciclistas: pueden estar al límite de su resistencia por el cansancio de una
carrera muy larga, pero una aclamación del público al doblar una curva parece
ponerles alas en los pies.
Nuestra
energía interior no es un valor constante, sino que depende mucho de lo que
pensemos sobre nosotros mismos. Si no me considero capaz de hacer algo, me
resultará extraordinariamente costoso hacerlo, si es que llego a hacerlo. Hay
que pensar que la opción del desánimo tiene también su poder de seducción, y
que el derrotismo y el victimismo se presentan para muchas personas como algo
realmente sugestivo y tentador.
Y
en esto también se puede adquirir hábito. El tono vital optimista o pesimista,
el sesgo favorable o desfavorable con el que vemos nuestra realidad personal,
también es algo que en gran parte, se aprende, algo que en lo que cualquier
persona puede adquirir un hábito positivo o negativo.
Desarrollar
la autoestima, es decir, una equilibrada estimación de uno mismo, es algo muy
necesario, para lo que es preciso tener una buena percepción de uno mismo. Si
uno confunde eso con dejarse esclavizar por su imagen, equivoca el camino; pero
si logra crear una imagen positiva de sus propias capacidades, sin duda éstas
rendirán mucho más.
Por
eso creer en los demás tiene efectos que muchas veces son sorprendentemente
positivos. Todos respondemos conforme a las sinceras expectativas que otros
tienen de nosotros. Si probamos durante un tiempo a tratar a alguien con mayor
consideración y afecto, a creerle capaz de mejorar su carácter o su
rendimiento; si nos esforzamos, en definitiva, por verle con mejores ojos-
quizá más inteligente y más capaz de lo que ahora lo vemos-, es bien probable
que esa persona acabe siendo mucho mejor de lo que ahora es.
Todos
hemos pasado alguna vez por pequeñas crisis, por momentos en los que nos
faltaba un poco de fe en nosotros mismos, y quizá entonces encontramos a
alguien que creyó en nosotros, que apostó por nosotros, y eso nos hizo
crecernos y superar aquella situación. Goethe
escribió: trata a un hombre tal como es, y seguirá siendo lo que es; trátalo como puede y debe ser, y se convertirá
en lo que puede y debe ser.
Alfonso Aguiló
¡Feliz
Navidad y Próspero 2014!