Por
Vicente Garrido Genovés. Profesor Titular de la Universidad de
Valencia, Doctor en Psicología y Diplomad en Criminología. Asociado de Honor de
la Asociación Viktor
E. Frankl.
Cualquiera diría que la mayor
prosperidad, en términos generales, que ha vivido España en los últimos
decenios, con el desarrollo de la cultura y la economía en el marco de Europa,
hubiera tenido una correspondencia por lo que respecta al trato respetuoso en
los conflictos personales.
Pero si observamos las pautas de
actuación en esos mismos años de las personas que han decidido divorciarse,
vemos que, lejos de imponerse el sentido común, el litigio y el desacuerdo llega
casi a la mitad de los casos, por lo que cabría concluir que aprender a
divorciarnos de forma “amistosa y civilizada” es todavía una asignatura
pendiente para un gran número de españoles.
El hecho de que la crisis económica
haya supuesto una ligera disminución en el número de divorcios en relación con
los años anteriores, no habla en favor de una mayor tolerancia como una tendencia
asumida de evolución positiva, sino que ilustra bien cómo determinadas
influencias externas (la dificultad de que dos personas puedan sobrevivir en
casas separadas, en este caso) pueden ser muy relevantes a la hora de tomar
decisiones de naturaleza personal e íntima. No obstante, esa mayor capacidad de
aguantar la relación puede ser beneficiosa, si permite a los cónyuges hacer un
mayor esfuerzo para solucionar los problemas, antes de darse por vencidos.
Lo cierto es que ese esfuerzo por
resolver los problemas o, al menos, por hacer que el divorcio no sea un proceso
doloroso y conflictivo es, en realidad, una exigencia que debería asumir todo cónyuge.
Hoy en día sabemos que hay dos grandes
factores que se relacionan con el bienestar del niño: el trato amoroso y
adecuado que recibe el niño en cada hogar (y sobre todo en el hogar que tiene
la custodia), y la relación que los padres mantienen después de la ruptura:
cuantos más conflictos hayan entre ellos, más problemas de ajuste en el niño.
Los efectos son diversos dependiendo de la edad y capacidad de resistencia
psicológica de los hijos: en la infancia es el apego emocional lo más valioso a
proteger, mientras que en los años posteriores es el aprendizaje de una buena
autoestima en el marco de un estilo de crianza que aumenta su capacidad para desenvolverse
en el mundo, es decir, la escuela, los compañeros, etc. Pero cada etapa tiene
sus necesidades, y si bien un adolescente tiene más recursos para hacer frente
a una relación conflictiva, también es cierto que en esos años los chicos
precisan de un modelo a quien admirar y de unas normas que les ayuden a
sentirse seguros mientras se abren a nuevos escenarios.
Conviene señalar, en este sentido, que
hay veces que un padre desea a toda costa hacerlo bien, mientras que el otro,
por tener una personalidad anómala o muy difícil, sólo busca sus propios intereses,
y con frecuencia se esfuerza en dañar o molestar al excónyuge. En tales casos
la parte benevolente debería no claudicar ante exigencias nocivas para ella o
sus hijos, y hacer lo posible, con su abogado, para que el juez, ayudado por el
equipo psicosocial que le aconseja, pueda poner freno a esos comportamientos.
Esto, por desgracia, no siempre es fácil, porque hay comportamientos sutiles y
episodios pasados que son difíciles de probar: cónyuges con rasgos de psicopatía
pueden poner las cosas muy complicadas, pero debemos confiar en que al final la
relación del padre o madre cabal con su hijo podrá preservarse. Lo fundamental
es no caer en la provocación, disponer de un buen abogado, y negociar las
mejores opciones en cada momento.
Por fortuna, la gran mayoría de los
excónyuges son personas normales, si bien sujetas a la influencia negativa de
las emociones. En particular, aquellos que presentan el “síndrome del corazón
roto” sufren mucho, porque no querían acabar la relación, y la otra persona le
abandona.
Este síndrome se caracteriza porque el
que lo padece siente un profundo desgarro interior, y padece síntomas
importantes de depresión, en ocasiones incluso manifestaciones propias de un estrés
postraumático. Piensa que la vida ya no merece la pena sin la persona amada, y
puede reaccionar con ira ante la perspectiva del divorcio, o bien abandonarse y
no pelear por llegar a un acuerdo justo para sus intereses o el de sus hijos.
Sin embargo, por desgracia, no podemos hacer que la otra persona nos quiera,
porque eso es algo que no podemos controlar, por mucho que la amemos. Es la
vida, y aceptar ese hecho es el comienzo de la recuperación.
Un ejemplo de la importancia de que los
padres que se divorcian lleguen a un acuerdo razonable y amistoso lo tenemos en
el aumento de la violencia de los hijos a los padres, lo que yo denomino “el síndrome
del emperador” (o emperatriz). El fundamento de ese incremento es la mayor
dificultad que tienen en la actualidad los padres para educar a los hijos,
porque nunca habíamos tenido una sociedad tan tóxica como la actual, donde,
entre otras cosas, sucede que hay una enorme cantidad de modelos violentos
consumibles a cualquier hora por los chicos, su acceso al alcohol y las drogas
ha ido ampliándose, la autoridad de los profesores y adultos en general ha ido disminuyendo,
al tiempo que el ideal de “ser y mantenerse joven” ha permeabilizado la
filosofía moral de nuestro tiempo. Todo esto ha quitado autoridad y capacidad
de influencia a los padres, los cuales, además, tienen que enfrentarse a unas
circunstancias laborales mucho más estresantes que las de años atrás, porque la
precariedad y las exigencias para conservar el lugar de trabajo han ido en
aumento. Si a esto añadimos que los divorcios y separaciones son muy numerosos,
tendremos el perfil de muchas de las víctimas de este maltrato: madres, en
particular separadas, ejerciendo de cabeza de familia.
En efecto, son las madres las más
afectadas por la violencia de sus hijos, hasta tal punto que es otra forma de
maltrato hacia la mujer. Frente a esto la sociedad no dispone de otra respuesta
que el juzgado, ya que la atención infanto-juvenil en salud mental está muy
poco desarrollada y los padres difícilmente obtienen lo que necesitan cuando
van a este servicio. Y esto es lo que explica que ahora vayan más casos a los
juzgados: el aumento es real. Sin embargo, es cierto que una vez que la
atención de los medios se pone en este problema se animan a denunciar padres
que antes no lo harían; es un efecto de imitación, pero que responde al hecho
de que cuando la situación se ha vuelto insostenible los padres van a donde
sea. Y ocurre que ahora hay muchos más padres en esa situación de los que había
anteriormente. Por consiguiente, los padres divorciados deben ser conscientes
de que la labor de educar no debe verse entorpecida por esa ruptura, y hacer lo
posible para que los hijos crezcan con un buen desarrollo moral. Los padres con
“inteligencia educacional” son capaces de amoldar las nuevas circunstancias al
bienestar del niño, generando estrategias para que su seguridad emocional y su
aprendizaje del mundo no se vean dañados o interrumpidos.
Un divorcio, aunque una experiencia
dolorosa, no tiene por qué ser una etapa con un resultado negativo. También
marca nuevos desafíos y oportunidades, y no sólo me refiero a un nuevo amor (el
cual no es siempre posible), sino a nuevas perspectivas para enfrentar el
tiempo que nos queda. Estancarse en las miserias de una relación rota es guardar
un luto permanente que nos ancla para siempre al pasado. Hay que cambiar esta
actitud, porque la vida no espera, y siempre debemos de procurar que nuestra
existencia tenga un sentido.